martes, 15 de enero de 2008

Sólo en el perdón brota nueva vida

Todos hemos sufrido alguna vez injusticias y humillaciones, algunos tienen que soportar diariamente torturas, no sólo en una cárcel, sino también en un puesto de trabajo o en el entorno familiar. Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño como los que debieran amarnos. "El único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares", dicen los árabes.


¿Cómo reaccionamos ante un mal que alguien nos ha ocasionado con cierta intencionalidad? Normalmente, desearíamos espontáneamente pegar a los que nos han pegado, o hablar mal de los que han hablado mal de nosotros. Pero esta actuación es como un búmeran: nos daña a nosotros mismos. Es una pena gastar las energías en enojos, recelos, rencores o desesperación, y quizá es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más.

Sólo en el perdón brota nueva vida. Por esto es tan importante educarse en el "arte" de practicarlo.

¿Qué es el perdón? ¿Qué hago cuando digo a una persona: "Te perdono?" Es evidente que reacciono ante un mal que alguien me ha hecho, actúo, además, con libertad, no olvido simplemente la injusticia, sino que renuncio a la venganza y quiero, a pesar de todo, lo mejor para el otro.

Vamos a considerar estos diversos elementos con más detenimiento.

1. Reaccionar ante un mal:

En primer lugar, ha de tratarse realmente de un mal para el conjunto de mi vida. Si un cirujano me quita un brazo que está peligrosamente infectado, puedo sentir dolor y tristeza, incluso puedo enojarme con el médico. Pero no tengo que perdonarle nada, porque me ha hecho un gran bien: me ha salvado la vida.

Situaciones semejantes pueden darse en la educación. No todo lo que parece malo a un niño es nocivo para él. Los buenos padres no conceden a sus hijos todos los caprichos que ellos piden. Por tanto el perdón sólo tiene sentido, cuando alguien ha recibido un daño objetivo de otro.

Por otro lado, perdonar no consiste, de ninguna manera, en no querer ver este daño, en colorearlo o disimularlo. Algunos pasan de largo las injurias con las que les tratan sus colegas o sus cónyuges, porque intentan eludir todo conflicto, buscan la paz a cualquier precio y pretenden vivir continuamente en un ambiente armonioso.
Parece que todo les diera lo mismo. "No importa" si los otros no les dicen la verdad, "no importa" cuando los utilizan como meros objetos para conseguir unos fines egoístas, "no importan" tampoco el fraude o el adulterio.

Esta actitud es peligrosa, porque puede llevar a una completa ceguera ante los valores. La indignación e incluso la ira son reacciones normales y hasta inevitables en ciertas situaciones, según nuestro grado de evolución. Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal, no niega que existe objetivamente una injusticia. Si lo
negara, no tendría nada que perdonar.

Si uno se acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda gozar durante un tiempo de una aparente paz, pero pagará finalmente un precio muy alto por ella, pues renuncia a la libertad de ser él mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones en lo más profundo de su corazón, detrás de una muralla gruesa, que levanta para protegerse. Y ni siquiera se da cuenta de su falta de autenticidad. Es normal que una injusticia nos duela y deje una herida. Si no queremos verla, no podemos sanarla. Entonces estamos permanentemente huyendo de nosotros mismos y el dolor nos carcome lenta e irremediablemente. Algunos realizan un viaje, otros se mudan de ciudad. Pero no pueden huir del sufrimiento.

Todo dolor negado retorna, permanece largo tiempo como una experiencia traumática y puede ser la causa de heridas perdurables. Un dolor oculto puede conducir, en ciertos casos, a que una persona se vuelva agria, obsesiva, miedosa, nerviosa o insensible, que atraiga compañías espirituales inferiores, que rechace la amistad, etc. Sin que uno lo quiera, tarde o temprano, reaparecen los recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que tal vez, habría sido mejor, hacer frente directa y conscientemente a la experiencia del dolor. Afrontar un sufrimiento de manera adecuada es la clave para conseguir la paz interior.

2. Actuar con libertad:

El acto de perdonar es libre. El odio provoca la violencia, y la violencia justifica el odio. Cuando perdono, pongo fin a este círculo vicioso, impido que la reacción en cadena siga su curso. Entonces libero al otro, que ya no está sujeto al proceso iniciado. Pero, en primer lugar, me libero a mí mismo. Estoy dispuesto a desatarme de los enojos y rencores. No estoy reaccionando, de modo automático, sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí.

Superar las ofensas, es una tarea sumamente importante, porque el odio y la venganza envenenan la vida. El filósofo Max Scheler afirma que "una persona resentida se intoxica a sí misma". El otro le ha herido, de ahí no se mueve. Ahí se recluye, se instala y se encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da paso a su rencor con
repeticiones y más repeticiones del mismo acontecimiento. De este modo arruina su vida.

Los resentimientos hacen que las heridas se infecten en nuestro interior y ejerzan su influjo pesado y devastador, creando una especie de malestar y de insatisfacció n generales. En consecuencia, uno no se siente a gusto en su propia piel. Pero, si no se encuentra a gusto consigo mismo, entonces no se encuentra a gusto en ningún
lugar. Los recuerdos amargos pueden encender siempre de nuevo la cólera y la tristeza, pueden llevar a depresiones. Un refrán chino dice: "El que busca venganza debe cavar dos fosas".

Las heridas no curadas pueden reducir enormemente nuestra libertad. Pueden dar origen a reacciones desproporcionadas y violentas, que nos sorprendan a nosotros mismos. Una persona herida, hiere a los demás. Y, como muchas veces oculta su corazón detrás de una coraza, puede parecer dura, inaccesible e intratable. En realidad, no es así, sólo necesita defenderse.

Parece dura, pero es insegura, está atormentada por malas experiencias. Hace falta descubrir las llagas para poder limpiarlas y curarlas. Poner orden en el propio interior, puede ser un paso para hacer posible el perdón. Pero este paso es sumamente difícil y, en ocasiones, no conseguimos darlo. Podemos renunciar a la venganza,
pero no al dolor. Aquí se ve claramente que el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado psíquico.

Cuando una persona ha realizado este acto eminentemente libre, el sufrimiento pierde ordinariamente su amargura, y puede ser que desaparezca con el tiempo.

3. Recordar el pasado:

Se suele escuchar que el tiempo "cura las heridas". No las cierra de verdad, pero las hace olvidar. Algunos psicólogos hablan de la "caducidad de nuestras emociones". Llegará un momento en que una persona no pueda llorar más, ni sentirse ya herida. Esto no es una señal de que haya perdonado a su agresor, sino que tiene
ciertas "ganas de vivir" de manera diferente. Un determinado estado psíquico, por intenso que sea, de ordinario no puede convertirse en permanente. A este estado sigue un lento proceso de desprendimiento, pues la vida continúa. No podemos quedarnos siempre ahí, pegados al pasado, perpetuando en nosotros el daño sufrido. Si permanecemos en el dolor, bloqueamos el ritmo de la naturaleza.

La memoria puede ser un cultivo de frustraciones. La capacidad de desatarse y de olvidar, por tanto, es importante para el ser humano, pero no tiene nada que ver con la actitud de perdonar. Ésta no consiste simplemente en "borrón y cuenta nueva". Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la justicia, que muchas veces pretende
camuflarse o distorsionarse. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado.

Hace falta "purificar la memoria". Una memoria sana puede convertirse en maestra de vida. Si vivo en paz con mi pasado, puedo aprender mucho de los acontecimientos que he vivido. Recuerdo las injusticias pasadas para que no se repitan, y las recuerdo como perdonadas. Si me "obligo" a olvidar una ofensa, en realidad lo que haré será recordarla constantemente, formando un círculo vicioso sin fin. Hay que dejar que fluyan las emociones y el olvido vendrá cuando deba ser.

4. Renunciar a la venganza:

Como el perdón expresa nuestra libertad, también es posible negar al otro esa facultad. Simon Wiesenthal, judío, cuenta en uno de sus libros, sus experiencias en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial: Un día, una enfermera se acercó a él y le pidió seguirle. Le llevó a una habitación donde se encontraba un joven oficial de la SS que estaba muriéndose. Este oficial contó su vida al preso judío, habló de su familia, de su formación, y cómo llegó a ser un colaborador de Hitler. Le pesaba sobre todo un crimen en el que había participado: en una ocasión, los soldados a su mando habían encerrado a 300 judíos en una casa, y la habían quemado, todos murieron. "Sé que es horrible, dijo el oficial. Durante las largas noches, en las que estoy esperando mi muerte, siento la gran urgencia de hablar con un judío sobre esto y pedirle perdón de todo corazón". Wiesenthal concluye su relato diciendo: "De pronto comprendí, y sin decir ni una sola palabra, salí de la habitación".
Perdonar significa renunciar a la venganza y al odio.

Existen, por otro lado, personas que no se sienten nunca heridas. No es que no quieran ver el mal y repriman el dolor, sino todo lo contrario, perciben las injusticias objetivamente, con suma claridad, pero no dejan que ellas les molesten. Han logrado un férreo dominio de sí mismos, han evolucionado. Cuando a alguien
nunca le duele la actuación de otro, es superfluo el perdón, pues falta la ofensa, y falta el ofendido.

5. Mirar al agresor en su dignidad personal:

El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva, una persona rechaza todo tipo de venganza. No habla de los demás desde sus experiencias dolorosas, evita juzgarlos y desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con el corazón abierto. El secreto consiste en no identificar al agresor con su obra. Todo ser humano es más
grande que su culpa. Un ejemplo elocuente nos da Albert Camus, que se dirige en una carta pública a los nazis y habla de los crímenes cometidos en Francia: "Y a pesar de ustedes, les seguiré llamando hombres… Nos esforzamos en respetar en ustedes lo que ustedes no respetaban en los demás. Cada persona está por encima de sus peores errores".

Hace pensar una anécdota que se cuenta de un general del siglo XIX. Cuando éste se encontraba en su lecho de muerte, un sacerdote le preguntó si perdonaba a sus enemigos. "No es posible, respondió el general. Les he mandado ejecutar a todos".

El perdón del que hablamos aquí no consiste en saldar un castigo, sino en que es, ante todo, una actitud interior. Significa vivir en paz con los recuerdos y no perder el aprecio a ninguna persona. Se puede considerar también a alguien que ya desencarnó. Nadie está totalmente corrompido, en cada uno brilla una luz.

Al perdonar, decimos a alguien: "No, tú no eres así. ¡Sé quien eres! En realidad eres mucho mejor". Queremos todo el bien posible para el otro, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el fondo del corazón, con gran sinceridad.

¿Qué actitudes nos disponen a perdonar?

Vamos a considerar algunas actitudes que nos disponen a realizar este acto que nos libera a nosotros y también libera a los demás.

- Amor: Perdonar es amar intensamente. El verbo latín per – donare lo expresa: ´per´ intensifica el verbo que acompaña, ´donare´, que significa dar abundantemente, entregarse hasta el extremo. Sin embargo, cuando alguien nos ha ofendido gravemente, el amor apenas es posible. Es necesario, en un primer paso, separarnos de algún modo del agresor, aunque sea sólo interiormente. Mientras el cuchillo está en la herida, la herida nunca se cerrará. Hace falta retirar el cuchillo, y adquirir distancia del otro, sólo entonces podemos ver su rostro. Un cierto desprendimiento es condición previa para poder perdonar de todo corazón, y dar al otro el amor que
necesita.

Si no perdono al otro, de alguna manera le quito el espacio para vivir y desarrollarse sanamente. Éste se aleja, en consecuencia, cada vez más de su ideal y de su autorrealizació n. En otras palabras, "le mato", en sentido espiritual. Se puede matar, realmente, a una persona con palabras injustas y duras, con pensamientos malos o, sencillamente, negando el perdón. El otro puede ponerse entonces triste, pasivo y amargo.

Cuando, en cambio, concedemos el perdón, ayudamos al otro a volver a la propia identidad, a vivir con una nueva libertad y con una felicidad más honda.

- Comprensión: Es preciso comprender que cada uno necesita amor, cada uno es más vulnerable de lo que parece, y todos somos débiles y podemos cansarnos. Perdonar es tener la firme convicción de que en cada persona, detrás de todo el mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar. Significa creer en la posibilidad de transformació n y de evolución de los demás.

Si una persona no perdona, puede ser que exija demasiado a los demás, incluso más que a ellos mismos. Como advierte el filósofo Robert Spaemann: "Todos somos débiles y fallamos con frecuencia. Y, muchas veces, no somos conscientes de las consecuencias de nuestros actos: no sabemos lo que hacemos". Cuando, por ejemplo, una persona está enfadada, grita cosas que, en el fondo, no piensa ni quiere decir. Si la tomo completamente en serio, cada minuto del día, y me pongo a "analizar" lo que ha dicho cuando estaba rabiosa, puedo causar conflictos sin fin. Si lleváramos la cuenta de todos los fallos de una persona, acabaríamos transformando en un monstruo, hasta al ser más encantador.

Tenemos que creer en las capacidades del otro y dárselo a entender. A veces, impresiona ver cuánto puede transformarse una persona, si se le demuestra que se le tiene confianza. Hay muchas personas que saben animar a los otros a ser mejores. Les comunican la seguridad de que hay mucho de bueno y bello dentro de ellos, a pesar de todos sus errores y caídas.

- Generosidad: Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso. Significa ir más allá de la justicia humana. Hay situaciones tan complejas en las que la mera justicia es imposible. Si se ha robado, se devuelve; si se ha roto, se arregla o sustituye. ¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un buen amigo?, es imposible
restituirlo con la justicia. Precisamente ahí, donde el castigo no cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón.

La generosidad es por naturaleza incondicional. Esto significa que el que perdona no exige nada a su agresor, ni siquiera que le duela lo que ha hecho. Antes, mucho antes que el agresor busque la reconciliació n, el que ama ya le ha perdonado. El arrepentimiento del otro no es una condición necesaria para el perdón. A veces hace
falta comprender que en los que obran mal existen causas espirituales, que les impiden admitir su culpabilidad.

Filosóficamente existe un modo "impuro o interesado" de perdonar, cuando se hace con cálculos, especulaciones y metas: "Te perdono para que te des cuenta de la barbaridad que has hecho; te perdono para que mejores". Pueden ser fines educativos loables, pero en este caso no se trata del perdón verdadero que se concede sin ninguna condición, al igual que el amor auténtico: "Te perdono porque te quiero a pesar de todo".

Se puede perdonar al otro incluso sin dárselo a entender. Es un regalo que se "le hace y me hago", aunque no se entere, o aunque no entienda el por qué.

- Humildad: Hace falta prudencia y delicadeza para ver cómo mostrar al otro el perdón. En ocasiones, no es aconsejable hacerlo enseguida, cuando la otra persona está todavía agitada. Puede parecerle como una venganza sublime, puede humillarla y enfadarla aún más. En efecto, la oferta de la reconciliació n puede tener carácter de una acusación: "quiero demostrar que tengo razón y que soy generoso", lo que impide entonces llegar a la paz, no es la obstinación del otro, sino mi propia arrogancia.

Cuando se den las circunstancias, conviene tener una conversación con el otro. En ella se pueden dar a conocer los propios motivos y razones, el propio punto de vista; y se debe escuchar atentamente los argumentos del otro, es importante escuchar y esforzarse por saber qué piensa y siente. De vez en cuando es necesario "ponerse en el lugar del otro", al menos mentalmente, y tratar de ver el mundo desde su perspectiva.

El perdón es un acto de fuerza interior, pero no de poder. Se debe ser humilde y respetuoso con el otro. No querer dominarlo o humillarle. Para que sea verdadero y "puro y real", la víctima debe evitar hasta la menor señal de una "superioridad moral" que, en principio, no existe; al menos no somos nosotros los que podemos ni debemos juzgar acerca de lo que se esconde en el corazón de los otros. Debemos perdonar como queremos que nos perdonen. Por ello se considera que el perdón es más para compartir que para conceder.

Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño a los demás, aunque algunas veces quizá no nos demos cuenta. Es importante que cada uno reconozca la propia flaqueza, las propias fallas, los propios errores, que, a lo mejor, han llevado al otro a un comportamiento equivocado, y no dude en pedir perdón, a su vez, al otro.